SABBATUM
Te habrás despertado casi de forma intuitiva,
habrás subido la persiana y el sol te habrá cegado un instante. Después, habrás
andado al lavabo y saldrás un poco más tarde aún con la toalla secándote la
cara. Te habrás puesto, como cada sábado, la misma camisa, los mismos
pantalones, la misma cara programada para los sábados. Habrás cogido el carro
de la compra y, ya al borde de la puerta de casa, te habrás parado delante del
espejo ovoide que cuelga de la pared para confirmar el aspecto que pensabas que
tenías mientras te estabas vistiendo y lavando. Asentirás por dentro. Estarás
muy quieto, en el interior del ascensor, con tu mano derecha apoyada en el mango
del carro y con la otra esperando en tu cintura a que el corto descenso
finalice, y antes de abrir la puerta y escuchar el ruido de parada que tú ya
conoces (hay ruidos mecánicos que nos son familiares o diarios: la sartén
friendo, los muelles de la cama, el silbido al apagar el televisor, el susurro
de algún armario al cerrarse o abrirse, el sonido del ascensor...) tendrás
proyectada toda la jornada en tu vulgar imaginación. Luego irás caminando por
la calle sin prisa, quizá hayas dado los buenos días a alguna vecina aunque a
esas horas no ves a demasiada gente (esa es otra de las cosas que te recuerdan
que estamos a sábado por la mañana y que estás bajando por la calle con el
carro camino del mercado sabiendo tu aspecto). Antes de entrar habrás visto vendedoras
ambulantes y paradas de fruta en la acera, alguien te habrá ayudado a abrir una
de las puertas viendo que uno de tus brazos está ocupado, gracias, y habrás
subido unos pocos escalones sin esfuerzo. Ya te habrá entrado todo el escándalo
de un mercado: gente como tú, acompañados de un carro como si fuera un animal
doméstico que hay que pasear, las voces de los vendedores, fuertes y enérgicas,
el olor a veces a pescado fresco o a queso, o a tabaco y café si pasas al lado
del bar donde también se grita, y sobre todo mujeres de todas las edades pero
especialmente mayores, con los brazos cruzados sobre el bolso esperando su
turno, y también algunos pocos hombres (si van con su mujer, ellos arrastrarán
el carro, si no, también). Habrás caminado por el centro de los pasillos de ese
pequeño pueblo que es un mercado (se te acaba de ocurrir la comparación y te
sonríes aprobando tu ocurrencia rápida aunque inútil, ya que nadie te ha leído
el pensamiento) y a veces te acercarás un poco más a los puestos y verás de
cerca la comida y alguna de las mujeres que, con el bolso aplastado en el
pecho, quizá mayor y quizá junto a un hombre apagado y silencioso que se apoya
en el carro como un vigilante holgazán, te dirá yo soy la última joven y qué
calor esta mañana y ya le decía a mi marido que hoy al levantarme un dolor en
la rodilla terrible y que mi hija hoy vendrá a comer sabe y claro como Julián
pobre qué fiebre oiga y qué buena pinta tienen esos melocotones ¿no cree? Y
habrás mirado al marido, y él te habrá puesto una cara que comprendes
perfectamente porque tú también pondrías esa cara si te apoyaras en un carro
junto a la esposa que habla sola con un recién llegado un sábado por la mañana,
y tú ensayarás un par de sonrisas y habrás tratado de ser educado, pero al fin
habrás pedido tu lechuga y tus pimientos rojos, habrás pagado ya con la calma
de la ausencia (la ausencia nos da la calma porque no experimentamos la tensión
de un ser próximo) y habrás continuado tu itinerario habitual hasta detenerte
en la charcutería: la primera cosa en la que has pensado justo al despertarte
ya sabiendo que era sábado y la ropa que iba a meterse en tu cuerpo después de
soportar cinco días enseñando latín en el instituto; y con gran fingimiento te
habrás entretenido en caminar lentamente para echar un vistazo a la ternera y a
las salchichas, poniendo la cara interesante de los sábados y rectificando la
posición de las gafas al acercarte a la mercancía, y apoyándote ágilmente en el
mango de tu carro y diciendo de forma seductora sí señora el último soy yo, y
todo eso mientras tu mirada permanece pendiente (con extremo disimulo) a los
movimientos de la dependienta de la que estás enamorado desde el día que la
viste cortar un pollo con un hacha (de esas que tanto miedo te daban cuando eras
un niño) y entonces la mujer descuidó su atención porque estaba hablando, un
poco girada su cabeza, y entonces el filo del hacha impactó en su mano y no en
el pollo y tú estabas muy cerca, enfrente, la sangre había irrumpido sobre tu
cabeza, en tu boca entreabierta, pero tú te quedaste absorto ante aquella
heroína charcutera que aguantaba su dolor como podía, y tú nunca olvidarás sus
lágrimas cayendo por sus mejillas y suicidándose desde su cuello al escote del
vestido, su aspecto desmayado y modernista. Cuando vuestras miradas se cruzaron
en el aire, tú con el rostro rojo y ella envuelta en su sufrimiento sensual y
mágico (eso pensaste), sacaste un pañuelo y te limpiaste, y cada sábado has
estado volviendo por la mañana pero no te has atrevido nunca a hablar con ella
de otra cosa que no fuera carne, y ahora habrás pensado en aquel día y te
gustará adivinar la forma de sus pechos y el perfil de su cintura y la rigidez
o blandeza de sus piernas, aunque por el momento sabes cómo son sus dedos
(gruesos, rudos) y su piel seca con granos y su boca que esconde dientes
asimétricos en labios lineales, y su nariz huesuda y su cabello teñido aún no
sabes de qué color y esa duda enriquece tu admiración, y siempre la vas a ver
más hermosa. Pero eres un cobarde, nunca te atreverás a enseñarle tus versos
inspirados en ella, ni por supuesto a besarla y juntar vuestros respectivos
bigotes. Sólo te atreves a recordarla horas más tarde, sentado en la mesa
frente al pollo de los sábados, y cada uno de tus bocados, cada una de las
veces en las que masticas el pollo te habrá parecido que saboreas su cuerpo, la
comida será un placer, una forma de amar, un camino por donde el deseo se
consuma. Y te consuelas pensando que regresarás dentro de una semana. Y yo ya
sé por qué odias el pescado.