viernes, 25 de enero de 2013

Los paisajes de la locura


El paseante siente la sangre del cielo, dijo de su célebre cuadro “El grito” Edvard Munch. Fue en 1893 cuando el noruego reflejó en un lienzo la esquizofrenia, al individuo perdido que, sin saber encajar en la sociedad, se vuelve vagabundo de cuerpo y espíritu. Muy lejos de allí, al año siguiente, llegará a París otro nórdico –de Estocolmo, para más señas– demente, amigo del pintor y al que le unía el amor por una misma mujer, un hombre sin brújula que oye voces y chillidos a su alrededor: el químico y escritor August Strindberg, quien se consagrará a la soledad, a la miseria, a una crisis que luego cobraría forma de un libro que titularía “Inferno” (la editorial Acantilado lo publicó hace algunos años). Igual que el nombre de uno de sus cuadros, de 1901, reproducido en este volumen misceláneo en el que conocemos otras facetas del narrador, poeta y dramaturgo: su pasión por la imagen, a través del pincel o de la cámara fotográfica.

Así, Simon Zabell, en un prólogo magnífico, contextualiza las pinturas de Strindberg desde el punto de vista de su carácter visionario, moderno, anticipador. Así, lo emparenta con el amigo citado: «En 1893 Strindberg pintó uno de sus cuadros más representativos, “La noche de los celos”, y se lo regaló a la que pronto se convertiría en su segunda esposa, Frida Uhl. Dos años más tarde su amigo Edvard Munch trataría el mismo tema en su pintura “Celos”»; un cuadro que muestra un estilo, dice el artista malagueño, que bien podría calificarse de expresionismo abstracto, al que se adelantaría medio siglo. Asimismo, lo vincula con el André Breton que, en 1924, escribiría sobre la escritura automática en el “Primer manifiesto surrealista”, y al fin, con vanguardistas de la Escuela de Nueva York como Jackson Pollock y Mark Rothko.

De hecho, el volumen aporta reproducciones de obras de estos dos artistas, para que el lector pueda establecer concomitancias con ellos y la labor pictórica –autodidacta– de Strinberg, que en general tendió en efecto a las pinceladas que hoy calificaríamos de abstractas y al paisajismo (en lienzos verticales, lo que iría en contra de lo estándar para este género). Por otra parte, como dice el prologuista, «en 1886, el año en que se publicó “El hijo de la sierva”, su novela autobiográfica, Strindberg comenzó a autorretratarse fotográficamente. A veces se hacía acompañar por su esposa o su familia al completo, pero sobre todo su empeño era fijar su imagen de una manera poco menos que compulsiva, y que recuerda a lo que mucho después haría Andy Warhol con su propia imagen y su cámara Polaroid».

En esas instantáneas se capta al Strindberg ocultista, misterioso, creativo y desesperado. El que, con la salud mental deteriorada, en su viaje parisino, sufrió manías persecutorias, visiones y delirios, y huyó de fantasmas imaginarios, de la propia muerte. Sus aliados van a ser la telepatía, la brujería, la alquimia; sus ayudantes, el ajenjo y el bromuro potásico; su consuelo, las palabras de su redentor Swedenborg, que le confirma que el infierno está en la tierra. Strindberg vio sangre en el cielo, en su interior, en el Sena que para él era sinónimo de incitación al suicidio; todo en él es fervor, pasión, ardor: «¡Querida mía! Cree usted que no tiene talento; cree que tener talento es tener buena cabeza, inteligencia –de ninguna manera–; yo no tengo la inteligencia más aguda, pero sí el fuego: mi fuego es el mayor de Suecia y, “si usted quiere”, yo le prenderé fuego a toda esta guarida miserable», le dijo por carta a Siri von Essen, en 1876, la noble y actriz que se convertiría en su esposa entre los años 1877-1991.

Fragmentos como este y otros pertenecientes a su obra poética o narrativa, seleccionados y traducidos por Carmen Montes Cano, visten los cuadros y fotos expuestos en este particular mini Museo Strindberg: el auténtico está en el centro de Estocolmo, en el edificio en el que vivió el autor entre 1908 y 1912 y que, por cierto, sufrió el robo de “La noche de los celos” en el año 2006 a plena luz del día, como recuerda Zabell (el cuadro fue recuperado después); pero bien merece la pena asomarse a esta galería de papel y tinta, donde se respira el impulso creativo de un genio que se reinventó constantemente para seguir siendo un loco, desde la “crisis de Inferno”, como él mismo la llamó, y a lo largo de sus soledades, miserias e iluminaciones.

Publicado en La Razón, 24-I-2013