El baúl en el que Fernando Pessoa, fallecido en 1935
a los cuarenta y siete años, fue guardando miles y miles de páginas escritas de
forma caótica y que conservó su hermana durante décadas, sigue abierto. El día
antes de morir en un hospital de cirrosis hepática, escribiría en inglés quizá
la frase más sincera de su vida, sin la excusa de ningún heterónimo, esos
personajes en los que se desdobló para multiplicar su voz literaria: «No sé lo
que el mañana me traerá.» Para los investigadores, el mañana del poeta ha ido
trayendo continuos descubrimientos desde que se descubriera el arcón con sus
tesoros literarios. El último, una serie de cuarenta y tres escritos de
carácter histórico que aún eran inéditos y que hace pocos meses aparecieron en
una editorial lisboeta con el título Sebastianismo
e Quinto Império, sobre «la dimensión mítica de la
nacionalidad portuguesa», en palabras de sus editores.
El
célebre baúl, más los cuadernos donde Pessoa escribía con letra apretada
poemas, prosas, minicuentos, aforismos, todo un caudal literario de
complejísima transcripción e inapreciable riqueza literaria, pudo contemplarse
en la exposición «Pessoa, plural como el universo», a inicios del año 2012, con
sede en la Fundación Gulbenkian, en Lisboa, y que recordó a la maravillosa «Las Lisboas de Pessoa» (Centro de Cultura
Contemporánea de Barcelona, 1997). La muestra, procedente de Brasil, se
organizó a partir de cabinas en las que aparecían los heterónimos pessoanos más
importantes; Todo un «drama em
gente», como él mismo lo definió, que nació un «día triunfal» de 1914 en el que
tuvo la visión de convertirse en varios escritores, cada uno con su
personalidad, biografía y estilo literario propios.
Pessoa jugó a «otrarse» (el neologismo es suyo), a
ser continuamente otro. De uno de esos álter egos, Bernardo Soares, en una
carta de 1935 a su amigo Adolfo Casais Monteiro, dijo: «Soy yo menos el
raciocinio y la afectividad.» Pessoa es también y no es el
estoico y horaciano Ricardo Reis cuando afirma: «Somos cuentos contando cuentos, nada»,
y Alberto Caeiro, el poeta de la naturaleza que asegura no encontrar un sentido
oculto tras las cosas, o el futurista Álvaro de Campos. Todos forman un solo
amigo íntimo de las tabernas lisboetas que el escritor frecuentaba, porque cada
uno de ellos todavía nos habla del desconcierto humano, de la ambigüedad y del
tedio que el hombre arrastra. Quien lea «El guardador de rebaños» de Caeiro,
entenderá que no hay nada que entender; quien recorra las odas de Reis se dirá:
«Pensar con el sentimiento, sentir con la inteligencia: las dos cosas son
enfermizas»; y quien visite el «Estanco» de Campos, quizá se reconozca en los
versos: «No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada». En suma,
el lector también se hará un fingidor de sí mismo.
Estas
diferentes máscaras de un ser enclaustrado en una vida gris de oficinista
soltero y que apenas publicó en vida ha sido llevada con brillantez al relato
gráfico por Laura Pérez Vernetti (Barcelona,
1958) en Pessoa & Cia.
Primero, la historietista –que ya había
dado muestras de interés por el mundo literario al haber adaptado obras de
Borges, Maupassant y Baldwin– ofrece un breve recorrido en blanco y
negro por la trayectoria del autor: nacimiento, temprana muerte del padre,
segundas nupcias de su culta madre con un cónsul, infancia y adolescencia en
Sudáfrica, regreso a Portugal, entrega introspectiva a las letras, invención de
heterónimos y fin por culpa de un cólico hepático complicado por el abuso del
alcohol. Después, interpreta a color varios poemas extraordinarios: «Nubes»,
«Lidia», «Tránsitos» y «Amar es pensar», más tres prosas del inclasificable «Libro del desasosiego»: «La
oficina amplia», «Mi familia» y «La estupidez».
Y
todo, con un prefacio del poeta Jesús Aguado, que habla de su colega en estos
términos: «Pessoa es el gran hipnotizador del siglo XX: leer un texto suyo, por
mínimo que sea, le hace a uno entrar en un trance del que no podrá salir
jamás». Para quien no ha pasado por esa experiencia trascendental aún, he aquí
una posibilidad de aproximarse a una obra que no se acaba nunca y que, como una
caja de Pandora benigna, no para de proporcionar sorpresas desde un arcón aún
entornado.