Es
imposible atender la figura de Juan Luis Panero, poeta que ayer falleció a los
71 años en la localidad de Torroella de Montgrí (Gerona), donde residía desde
hace años, sin tener en cuenta sus ascendentes, su entorno inmediato, el clan
de poetas al que perteneció, por mucho que su obra guardase personalidad propia
y él mismo, dentro del espíritu rebelde que caracterizó a todos los suyos,
tuviera una andadura que miró más allá de una España gris y cerrada –pasó
temporadas en América Latina y se relacionaría con figuras tan importantes como
Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Juan Rulfo, además de frecuentar a Luis
Cernuda en México–. Nacido en Madrid en 1942 y hermano del poeta Leopoldo María
Panero, ingresado en un centro psiquiátrico desde hace muchos años; hermano
también del intelectual Michi Panero, desaparecido en 2004; hijo del poeta
Leopoldo Panero, muerto en 1962; sobrino de Juan Panero, muerto a los
veintinueve años, en 1937: varias generaciones y una misma extrañeza, la de
escribir en una vida incómoda, traumática.
En
el caso de Juan Luis, su poesía de línea clara representó para él una manera de
encarar la autodestrucción que veía alrededor; de corte narrativo, sus versos
no se apreciaron hasta tarde, al haber estado siempre a la sombra del polémico
y llamativo Leopoldo María. Cabe destacar su libro de 1968 «A través del
tiempo», «Los trucos de la muerte» (1975), «Desapariciones y fracasos», títulos
que lo dicen todo sobre el talante del poeta, y sobre todo «Antes que llegue la
noche» (1985, Premio Ciudad de Barcelona); Panero ya tenía un nombre por sí
mismo, lo que vino a refrendar el hecho de ganar la primera convocatoria del
Premio Loewe con «Galería de fantasmas» (1988) y ser merecedor de otro premio,
el Comillas de biografía de la editorial Tusquets «Sin rumbo cierto» (1999). La
misma editorial en la que vio la luz su poesía completa dos años antes.
Ese
rumbo perpetuamente incierto, sometido a unas relaciones familiares siempre
turbulentas, que recorren la época del franquismo, la Transición y la
democracia, tenía una matriarca de nombre paradójico en el contexto que luego
quedaría reflejado en dos filmes documentales, uno firmado por Jaime Chávarri
en 1976 y una continuación, materializada en 1994 por el desaparecido Ricardo
Franco: Felicidad Blanc, que presenció el lanzamiento recíproco de reproches,
traiciones, afectos y egocentrismos entre su descendencia. La locura, la
orfandad, la paranoia, incluso la cárcel eran asuntos que aparecían en sus
obras como señas de identidad vitales; y sobre todas ellas, «la memoria y la
muerte», como decía en un poema de «Enigmas y despedidas» (1999) y que aún
enarbola su hermano, el único superviviente y representante de ese fatalismo
con el que siempre se relacionará a los Panero.
Publicado en La Razón, 18-IX-2013