Todo en la tarde es previsible. 11 de
septiembre. De camino a Montjuic, nos metemos en un hormiguero: gentes –todas–
vestidas de amarillo o rojo, caminando, ocupando las terrazas enteras de los
bares. Banderas. La vestimenta y los símbolos quieren delatar, quieren
presumir, de lo que es uno. Nosotros, con ropa de civiles sin causa que
reivindicar, sin indignación que transformar en manifestaciones alienantes,
somos los que vamos disfrazados, como si fuéramos turistas en nuestras propias
calles. Ya en la Plaza España, más personas con los colores y prendas de sus
afectos: hinchas estruendosos de Lituania, o americanos o lugareños con las
camisetas de sus jugadores preferidos de la NBA. Ese es el enfrentamiento de la
noche, y todo va a ser previsible.
Lituania se muestra magnífica en toda la
primera parte, pero al comenzar el tercer cuarto, todo estalla: solo bastan los
dos primeros minutos para que Estados Unidos se marche en el marcador cual
liebre de tortuga sin tautologías de por medio. El resto es una exhibición del
poderío físico de los gringos, con Faried, para mí el mejor del torneo para su
equipo, y Harden y Curry, las dos estrellas a priori, arreglando sus malos
porcentajes durante estos quince días. Lo más destacable, la increíble afición
lituana, todos como un cencerro, siempre animando, siempre alegres, siempre
leales a los hijos de Sabonis, que
estaba en el palco de autoridades.
14 de septiembre. Mañana todo será
previsible. Los Estados Unidos vencerán de, espero, menos de treinta puntos,
ojalá menos de veinte, a los correosos serbios, que seguro jugarán a ganar,
porque en su ADN de competidores natos no cabe otra cosa, y hoy lituanos y
franceses lucharán por colgarse un bronce. La Selección Española estará por
ahí, en forma espectral, con el arrogante Orenga parapetándose en la idea de
que es un miembro de la Federación, como si fuera un escudo protector de su
malísima gestión del grupo y su escasa capacidad de reacción en medio de un
partido decisivo. Qué poca dignidad en las personas que mandan hoy en día; el
antiguo orgullo ha desaparecido: nadie quiere abandonar su butaca en el ferry
que se ha hundido, pues su salvavidas es de primera calidad. Que chapoteen
otros. En vez de tener la valentía de reconocer los errores propios y
retirarse, castigarse, aquellos que han tocado el cielo pero hoy se han
salpicado de barro pretenden construir enclenques andamios con los que seguir controlando
lo que tienen alrededor.
En otoño se escenificará la sustitución
del técnico, y así se habrá evitado el melodramatismo que hubiera supuesto
destituirlo ahora. Lo que no sé es cómo ahora veremos, trataremos, a estos
jugadores fabulosos que consiguieron hazañas dando ejemplo de fuerza,
superación y fraternidad, pero que hace tres días nos dejaron empantanados. Aún
nos dura la sensación de extrañeza. Y durará, o mejor dicho, se reactivará,
cuando el verano que viene llegue el europeo, con nuevo entrenador seguro y con
un equipo que se presume muy poco renovado.