jueves, 25 de septiembre de 2014

Tras el enigma de los genes

Esta no es una afirmación que uno esperaría por parte de un científico: “No soy un buen observador. No estoy orgulloso de ello, y lo he intentado con todas mis fuerzas”. Pero Richard Dawkins no es un científico cualquiera. Obtuvo una gran fama, con sólo treinta y cinco años, con su primer libro, “El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta”, especializándose en etología y zoología y no consagrando sus esfuerzos para acabar siendo naturalista, que era lo que su padre y abuelo deseaban que hubiera sido. De eso se lamenta al final de estas memorias suyas que abarcan, como dice el subtítulo, “los años de formación de un científico en África y Oxford” (traducción de Ambrosio García Leal). “Me falta paciencia”, advierte, para las plantas, en un pasaje donde declara su admiración incondicional por Darwin, tras admitir que aquel célebre libro de 1976, que por cierto empezó a escribir interrumpiendo una investigación sobre los grillos, marcó un antes y un después en su vida.

Su idea –el gen como unidad evolutiva fundamental, dando peso a los genes y no a los individuos en el proceso de la evolución– fue tomada como “revolucionaria”, aunque a él no se lo pareciera entonces. “Una curiosidad insaciable” representa, pues, encarar y valorar un pasado que bien merece ponerse por escrito: hijo de un técnico agrícola destinado a Nyasalandia (hoy Malawi) como suboficial de agricultura que luchó contra los italianos en 1942, en Abisinia y Somalia, y de una madre dibujante; nacimiento en Nigeria e infancia edénica; traslado familiar a Inglaterra cuando él tiene ocho años; pasión por Elvis Presley en su etapa de transición religiosa: de intenso creyente a “ateo militante” en un entorno escolar anglicano; estudios en Oxford, que resultan decisivos para su posterior inclinación académica e investigadora…

Con buen pulso narrativo –se nota la impronta del padre, quien contagió su gran afición a la poesía y a la música a su hijo–, Dawkins recuerda con detalle su experiencia en diversos colegios y sus pasos universitarios, incluido su feliz despertar sexual, hasta los años 1967-69, cuando, tras casarse con la que sería su primera esposa (ha tenido tres), se trasladaría a la Universidad de Berkeley. Allí enseñaría zoología e investigaría los picotazos de los pollos, se posicionaría contra la guerra del Vietnam y empezaría a ver, tras la persona, los genes que nos han traído hasta aquí. 

Publicado en La Razón, 18-IX-2014