viernes, 20 de febrero de 2015

La suicida sin etiquetas

Michael Cunningham la transformó en personaje en una magnífica novela que circulaba en torno a tres mujeres en tiempos diferentes, «Las horas» (1999); es objeto siempre de valiosos estudios biográficos que, lejos de resultar redundantes, se complementan, y nos van llegando sus textos dispersos: diarios, cartas, crónicas de viajes, ensayos sobre sus autores favoritos... Todo lo cual indica un interés continuo por esa mujer de prodigiosa inteligencia demente, probable lesbiana de vida heterosexual o asexual con su fiel y paciente marido, Leonard Woolf –que la consideró un absoluto genio desde que la conoció y calificó cada una de sus escrituras de obra maestra–, poeta que escribía en prosa llamada Virginia Woolf. Dada sus inseguridades, sus miedos, sus arranques nerviosos, que cobraron vida en aquella película basada en la historia de Cunningham, con la inmensa nariz postiza que lucía Nicole Kidman al compás de la emocionante música de Philip Glass, no es de extrañar que Woolf siga despertando admiración y curiosidad, como pone de manifiesto la presente biografía, espléndido trabajo desarrollado a lo largo de siete años por parte de la argentina Irene Chiquiar Bauer.

Para ésta, «los intentos de etiquetarla o clasificarla han fracasado», y las interpretaciones que se han hecho desde campos como el feminismo, la sexualidad y la psiquiatría se dan de bruces con una personalidad «difícil de encuadrar», elusiva. He aquí el magnetismo que despierta la autora de «La señora Dalloway», «Al faro», «Orlando», de aquella que se casó con el que acabaría siendo durante veintiocho años «el dueño de la obra y la imagen de Virginia Woolf», quien ha sido objeto de «una verdadera iconización», como demuestra el hecho de que su hogar en Monk’s House sea un lugar turístico; una autora, en definitiva, que «ha difuminado los límites entre lo público, lo político y lo privado, entre ficción, historia y biografía» y que este libro desgrana con admirable minuciosidad, primero a lo largo de una primera parte dedicada a su infancia y adolescencia, y luego, año tras año desde 1904, momento en que fallece su padre, el prolífico escritor Leslie Stephen, y ella se muda al barrio de Bloomsbury junto a sus numerosos hermanos.

Ese año decisivo, como el de la desaparición de la madre, Julia –«esencial y misteriosa, fue un ser mítico»–, en 1895, también fecha de su primera crisis nerviosa, lo marca todo: «La búsqueda de la identidad, y la necesidad de afirmarse en sí mismos tras la muerte de un ser querido, es característica de muchos de los personajes de sus novelas, donde la muerte suele irrumpir bruscamente trastornando un orden, pero permitiendo a la vez, que surja uno nuevo», afirma Chikiar Bauer. Esos acontecimientos desgraciados, más los presumibles abusos sexuales de su hermanastro Gerald –que han generado todo tipo de elucubraciones, ninguna concluyente–, y los antecedentes de cuadros maniaco-depresivos en su familia paterna, forman el carácter precoz y despierto de la que apodan «la Cabra», que, con sólo nueve años, junto a su adorada hermana Vanessa, que tantísima influencia tiene en ella, directamente y luego a través de sus hijos, y su hermano Thoby, crea un periódico y deleita a la familia, «perspicaz y divertida», con las narraciones de sus cuentos.

De este modo Chiquiar Bauer se introduce prodigiosamente en la cotidianidad intelectual, creativa y social de Woolf, desde el análisis de su ascendencia ilustre y culta hasta otros puntos de inflexión determinantes, como la Gran Guerra, su incorporación al mundo de las colaboraciones en prensa o el instante de 1917 en el que el matrimonio Woolf adquiere una imprenta del tamaño de una mesa con la que editarán libros bajo el sello de Hogarth Press: «La vida de los Woolf dio un vuelco nuevo y definitivo», dice la biógrafa al respecto. Y es que alrededor de la editorial aparecería, de una u otra forma, lo más granado de la literatura del momento (T. S. Eliot, Joyce, Katherine Mansfield…), a lo que se sumaba el ambiente de los pintores en torno a Vanessa, y en suma todo un grupo de artistas que apostarán por la libertad sexual y el enfrentamiento con las normas establecidas, como Dora Carrington, Lytton Strachey y Duncan Grant, o el amante de éste, el economista Maynard Keynes. Todo ese clima de vínculos sentimentales se van perfilando hasta llegar tal vez a la relación más intensa y plenamente sensual que viviría la narradora, esto es, con la aristócrata Vita Sackville-West, que antes de conocerla ya la consideraba como «la mejor escritora viva».

Por otra parte, como buena argentina, la autora no puede resistirse a aludir a Freud al examinar la sexualidad y la aparente bipolaridad de Virginia, aunque sin ensañarse en la parte más sórdida de su enfermedad, ya que «en realidad, Virginia vivió pocos episodios en los que las alucinaciones y el estado maniaco la llevara a perder el sentido de la realidad». De hecho, los síntomas iban y venían –lo que a fin de cuentas le haría poder dedicarse a escribir de forma metódica–, desde su primer intento de suicidio en el crucial 1904, y luego desde su segundo intento en 1913, «al borde de la muerte» por una sobredosis de veronal. Lo logrará finalmente el 28 de marzo de 1941, decidiéndose ahogarse en el río Ouse con una piedra en el bolsillo de su vestido, a los 59 años, dejando dos cartas, una para Vanessa y otra para su marido en la que decía, con una lucidez escalofriante: «Estoy segura de que, de nuevo, me vuelvo loca. Creo que no puedo superar otra de aquellas terribles temporadas. No voy a curarme en esta ocasión... estoy haciendo lo que me parece mejor... No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo».


Publicado en La Razón, 19-II-2015