miércoles, 28 de septiembre de 2016

Un poeta en las trincheras

Rudyard Kipling, el autor de los dos volúmenes de cuentos «El libro de las tierras vírgenes» (1894 y 1895), que Walt Disney llevaría al cine con el nombre de «El libro de la selva», moriría en 1936 antes de que sus temores se hicieran realidad y la Segunda Guerra Mundial rompiera de forma definitiva el mundo que hacía tiempo iba viendo desmoronarse. Se dijo de él que no fue un hombre de su época, que añoraba en demasía los tiempos victorianos, y hasta sufrió el ostracismo de los liberales que, en 1905, subieron al poder y lo tildaron de reaccionario. Fue uno de esos escritores que viven con intensidad la evolución de su país, en paralelo a su propia trayectoria, vital y profesional, lo cual, en su caso, resultaba especialmente significativo al nacer en Bombay, en 1865, pasar la infancia en Londres y volver a la India en los años ochenta para trabajar como redactor de la revista «Civil and Military Gazette».

No es de extrañar, pues, que la biografía que en su día publicó el canadiense David Gilmour se titule «La vida imperial de Rudyard Kipling» (Seix Barral, 2003). Kipling representaba la grandeza del Imperio británico como ningún otro poeta nacional, y además sufría por el futuro como nadie; convencido de que el progreso mecánico constituía una mera inercia sin mayores ventajas, el escritor siempre se mostró tajante en sus conjeturas sobre el mañana. Gilmour lo explica así: «Kipling era un profeta cuyas profecías se cumplieron demasiado a menudo para ser coincidencias: los bóers y el apartheid, el Káiser y una guerra, Hitler y otra guerra, la lucha entre hindúes y musulmanes cuando Inglaterra decidiera retirarse de la India... Estas y otras muchas cosas fueron predichas por Kipling años, a veces décadas, antes de que ocurrieran». Por ejemplo, a comienzos del siglo XX, Kipling pronosticó la explosión de una gran guerra, de lo que advirtió al rey Jorge V –del que se haría íntimo amigo–, aunque su llamada de alerta fue interpretada como una exageración propia de su gran patriotismo.

Textos propagandísticos

“Crónicas de la Primera Guerra Mundial” (Fórcola, traducción de Amelia Pérez de Villar) es una oportunidad para conocer a este Kipling patriota, ya que no en vano sus artículos belicistas son puro “periodismo propagandístico”, como apunta en el prólogo Ignacio Peyró, experto donde los haya en asuntos británicos, como así refleja su descomunal “Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa” (Fórcola, 2014). Habla así Peyró de cómo la Gran Guerra sería considerara prácticamente como la “de los poetas”, pues hasta un periódico de la época “dará fe del fenómeno al mostrar en una viñeta el avance de un soldado: el petate a la espalda, en una mano la bayoneta y en la otra un cuaderno –nada menos– para escribir sus versos”. No en balde, existen infinidad de testimonios escritos de intelectuales que acudieron a las trincheras, y entre ellos no podría faltar el del autor inglés más renombrado de aquellos tiempos, premio Nobel en 1907, el mismo que sale como personaje de celuloide en la adaptación de su propia obra “El hombre que pudo reinar” en la película de John Huston de 1975, el creador de “algunos de los relatos más perfectos escritos en lengua inglesa», según uno de sus grandes admiradores actuales, Alberto Manguel, que retomaba así la opinión que tenía de él Jorge Luis Borges.

Este libro acoge dos series de artículos –“Francia en guerra” (1915) y “La guerra en las montañas” (1917)– que se fueron publicando por entregas en el diario británico “The Daily Telegraph” y en la prensa estadounidense. Su tono es marcadamente narrativo. Pareciera que nos estamos adentrando en una de sus ficciones, y es que ya el lector interesado de la época reconocía su estilo literario, particularmente mediante sus composiciones poéticas, con las que se hizo muy popular al recrear con humor el lenguaje de los soldados británicos en la colonia india. Sus novelas, por supuesto, tendrían una dimensión más universal; basa citar la historia de aventuras marítimas «Capitanes intrépidos» (1897) o «Kim» (1901), sobre la India más picaresca protagonizada por un adolescente; no en vano, el escritor destacó como un gran narrador de lo que hoy llamaríamos literatura juvenil, con títulos como «Stalky and Co.», donde rememora sus andanzas colegiales, y «Puck, el de la colina Puck», colección de historias de dos niños con un duende que, en realidad, es un recorrido por algunos de los más relevantes acontecimientos históricos de la humanidad.

Elogio al soldado francés

Estos elementos de aventura, de asombro épico, de peligro ante acontecimientos decisivos de la historia y de elogio hiperbólico a cierta clase de personajes se reflejan bien en estas viñetas bélicas con las que Kipling nos introduce en el campo entre soldados y la caballería, los cañones, las bayonetas y los fusiles, pisando ciudades bombardeadas: “Se supone que cada pueblo luchará a su modo, pero esta guerra ha sobrepasado todos los modos conocidos”, asegura impactado por lo que ve. Primero en Francia, luego en Italia. En ambos lugares, predomina la admiración por los combatientes locales y la animadversión hacia los alemanes, los que todas las voces que van apareciendo a lo largo de las páginas llaman “boches” (“cabezas cuadradas” o “asnos”), que constantemente cometen “atrocidades”.

A ojos de Kipling, el soldado galo no se arredra ante nada: “El hombre francés es, en todo, un artista glorioso. Por otra parte, los oficiales franceses parecen tan maternales con respecto a sus hombres como sus hombres fraternales con ellos”, dice en una alabanza idealizada. Y sigue en estos términos: “La impresión predominante que causaban aquellos hombres era de excelente salud y vitalidad, de raza excepcional”. Incluso va más allá en su visión de plantear la contienda entre buenos y malos e idolatrar al país aliado: “Toda Francia trabaja para el frente, exactamente del mismo modo que una cadena infinita de cubos de agua trabaja para apagar un gran incendio”. Es el enemigo germano quien comete “abominaciones”, y no sólo dirigidas a la población, sino a lugares como la catedral de Reims, que a su pesar queda destrozada. Y con todo, el ánimo generalizado es de resistencia; así también en Italia, donde, en la llanura veneciana de Udine, comenta lo siguiente: “Son un pueblo duro, habituado a manejar materiales duros”, e insiste: “Son gente dura estos mediterráneos: han tenido que combatir con las montañas y todo lo que hay en ellas, metro a metro, y se sienten agradecidos siempre que la pendiente de su campo de batalla no supera los cuarenta y cinco grados”.

En este caso, los italianos estaban intentando detener el avance de los austriacos, luchando “contra la malignidad esencial de los boches”, y frente a todo ello, en toda la Gran Guerra, cabrá únicamente la hombría y una suerte de resignación por la crueldad del azar en la muerte de unos, en la supervivencia de otros: “Una bomba tiene que caer en algún sitio, y por la ley de probabilidades suele golpear directamente, como una paloma mensajera, sobre el punto donde más destrucción causa. Entonces la tierra se abre, yardas y yardas de tierra alrededor del lugar del impacto, y hay que desenterrar a los hombres: algunos, que simplemente se han quedado sin aliento, sacuden la cabeza, maldicen y siguen adelante; pero hay otros cuyas almas han salido volando libres entre tanto horror”.


Publicado en La Razón, 26-IX-2016